miércoles, abril 02, 2008

Linchar al pentapichichi



Tras su regreso de España, cargado con todos los honores que un futbolista profesional puede almacenar en el zurrón, Hugo Sánchez (“el niño de oro”, “el niño del trapecio”, como lo motejó el inmortal Ángel Fernández) llegó a nuestro país con dos mamonerías que lo hicieron casi insoportable frente a la fanaticada: el acento españolizado y una grandilocuencia que en México sólo podían superar José Luis Cuevas y Luis Miguel (este último, dueño absoluto de la Gran Mamila Universal). Pese a ello, Hugo no dejaba de ser la máxima figura que ha dado el balompié azteca, el único que verdaderamente hizo pomada el mito de que nuestros jugadores no pueden arrasar en el extranjero, el único que no entonó la “Canción Mixteca” en chillona nostalgia de tortillas y frijoles con un chingatamadral de chile.
Hugo volvió a México atestado de méritos y de plata, y todavía aquí jugó un buen rato hasta retirarse, curiosamente, en un choque celebrado en el Corona entre el Santos contra los Toros del Celaya donde también jugase (así lo diría Hugo) Emilio Butragueño. Luego vino su etapa de entrenador y no sin algunas dificultades hizo bicampeones a los Pumas. Cuando la cosa decayó en la UNAM, durante un rato fue el detractor más hostil que tuvo Ricardo Lavolpe como timonel nacional. El pentapichichi hizo declaraciones furibundas, pesadas, siempre espesas de mala leche y de soberbia, como si él fuese la mamá de Tarzan (Tarzan sin tilde, no aguda sino grave, como decimos acá en Gómez).
Y pasó lo que tanto anhelaba: convertirse en seleccionador nacional. A coro, las televisoras saludaron ese contrato y lo apoyaron con elogios destemplados: Hugo Sánchez era el futuro niño héroe de la patria, el entrenador que requería la selección para inyectarle seguridad, sed de victoria, autoestima de metrosexual. Prometió que ganaríamos todos los torneos, fabuló incluso con la vacilada de que podíamos obtener el campeonato del mundo simplemente si lo deseábamos con la misma fe con la que apetecemos una caguama y un taco de nopales. El espíritu triunfador de Hugo no podía exigirse menos: las palabras debían prometer lo máximo, eso para no empezar su ciclo autoderrotándose con expectativas pobres o facilonas. El colmo fue que no entendiéramos su juego, el juego de todo profesional de la motivación: “¡Sé líder, sueña que ganarás, y si lo piensas todos los días y te programas neurolingüísticamente, lo más probable es que mañana serás un triunfador!”. En el discurso elemental de Hugo y del futbol, era lo mínimo que el nuevo entrenador podía decir, no andarse con medias tintas en materia de ilusiones.
Llegó la primera prueba, la Copa de Oro, donde otra vez nos despachó el poderos trabuco de los Estados Unidos. De inmediato, la Copa América celebrada en tierras de otro Hugo (Chávez en este caso), y allí tuvo a los aficionados en un puño, con la selección jugando bien, con Neri Castillo en grande y con un solo tropiezo en el choque definitivo que impidió pasar a la final; pese a ello, fue bueno el saldo de la copa celebrada en Venezuela. Meses después vino el fatídico preolímpico; un empate contra Canadá, una derrota ante la poderosa escuadra de Guatemala y un triunfo 5-1 frente al desnutrido futbol de Haití terminaron por liquidar la carrera de Hugo como DT de la selección. ¿Qué veo en esos tres torneos? Esto: una Copa de Oro de trámite, todavía con Hugo en proceso de adaptación; una Copa América muy buena y un preolímpico en el que Hugo poco o nada podía hacer para anotarle veinte goles gratis al desmadejado Haití. En pocas palabras, si hacemos un balance, Hugo es poco culpable del “desastre”.
Pero los que ayer lo exaltaron, ahora lo linchan. Hasta López Dóriga se sumó al grotesco ataque. Es el sacrificio ritual de temporada: hay que matar a Hugo para que reviva la esperanza de seguir sacando millones con el negocio de la selección. Hugo es mamón, pero no merece tanta mezquina rabia.