martes, abril 15, 2008

Del Paso opina



El motivo de la desconfianza tiene, como podemos ver en el artículo de Fernando del Paso, una larga historia. ¿Vamos a creerle a Calderón y sus adláteres si ni siquiera han reparado en las razones donde se asienta el temor a la voracidad foránea? Ojo, pues, a los párrafos que vienen de Del Paso (La Jornada de hoy; la segunda parte, añadida en este mismo post, apareció un día después, el 16 de abril; la tercera, igual en este post, fue publicada el 17 de abril):
o
Los veneros del petróleo que nos dio el Diablo

Fernando del Paso

Con esta contribución me incluyo y me retiro al mismo tiempo del llamado debate sobre el petróleo. En un programa difundido la semana pasada en el Canal 11, el senador por el PRD Graco Ramírez afirmó —cito de memoria— que la gran mayoría de los mexicanos tiene una opinión definida sobre el futuro del petróleo en México. Es probable que, sin embargo, yo no pertenezca a esa gran mayoría: me retiro porque no tengo la capacidad, o en otras palabras, la preparación, los estudios necesarios para opinar sobre las implicaciones tecnológicas y económicas de una reforma energética. Coincido con lo que dijo Manuel Bartlett Díaz en la revista Forma del mes de enero-febrero de este 2008: “Nadie sabe qué es la reforma energética y todos saben qué es la reforma energética”.
Sí pertenezco, en cambio, a esa mayoría total —quiero pensar que lo es— de mexicanos que estamos dispuestos a defender a ultranza nuestro petróleo. ¿Quién no lo está? Pero pertenecer a esta mayoría, y formar parte de un grupo selecto en el que se mezclan simples novelistas —como un servidor— con expertos en politología, historia y economía, es otra cosa. En este caso, pienso que el escritor queda en desventaja. O al menos yo, por mi ignorancia.
Ampararse con la bandera de la ignorancia no es, desde luego, un motivo de orgullo y mucho menos un pretexto digno para retirarse de la arena. En las últimas semanas he leído con asiduidad y con cuidado una buena parte del material que se ha publicado sobre la reforma energética —o mejor dicho la petrolera—, y he tomado notas de los debates difundidos, sobre este tema, en el Canal 11. Lo menos que podía hacer, creo, era tratar de saber por qué no sé y, así, saber un poco más.

La mancuerna del Diablo
Defender nuestro petróleo de los intereses extranjeros implica, entre otras cosas —y cuando menos—, saber por qué lo hacemos. Algo en este sentido puede enseñarnos la historia y en particular la de América Latina, que no ha sido otra cosa, desde hace dos siglos, que la patética relación de los dorados auges y las caídas estrepitosas de sus productos, o en otras palabras la alternancia del milagro económico y la quiebra súbita y casi absoluta.
Desde 1810, cuando los países latinoamericanos bajo el dominio español comenzaron a independizarse, Inglaterra se propuso evitar que estas ex colonias cayeran en manos francesas o estadunidenses. En las siguientes décadas, los ingleses ya se habían encargado de construir en nuestros países varios ferrocarriles destinados no a beneficiar el transporte interno de materias primas y mercancías, sino a facilitar la salida de éstas al mar, con destino al Reino Unido. En 1850, estaban ya terminados el ferrocarril de Maná, en Brasil; el de Copiapó, en Chile, y el de Veracruz-El Molino, de México. Siguieron, pocos años después, en Colombia el de Aspinwall-Panamá y, en 1857, en Argentina, el de Buenos Aires-Suroeste.
Pocos años más tarde unas cuantas empresas inglesas se habían ya apoderado del cobre chileno y creado un imperio azucarero en el archipiélago de Sotavento, las Guayanas, Jamaica, Haití, Guadalupe, Puerto Rico, las costas peruanas y desde luego, Cuba, cuyo dominio no tardaría en pasar de las manos británicas a las estadunidenses; esta isla del Caribe no sólo le sería útil a Estados Unidos para hacer de ella un gran burdel en beneficio de la mafia, sino también para controlar la producción y el aprovechamiento de algo más que el azúcar y el tabaco: el níquel, el cobre, el hierro, el manganeso y el tungsteno.
Entre las fuentes y documentos a los que podemos acudir para ratificar las inmensas depredaciones que ha sufrido nuestro continente, destaca desde luego el libro del uruguayo Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, uno de los recuentos más lúcidos y completos y, diría yo, más dolorosos, de la expoliación que han sufrido nuestros pobres países al “asociarse” con empresas extranjeras representantes del capitalismo más puro y salvaje. Esto no hubiera sido posible, desde luego, sin la corrupción y la connivencia criminal de gobernantes latinoamericanos siempre dispuestos a asociarse con los intereses extranjeros para completar la mancuerna. Los casos han sido numerosos. Entre ellos, por ejemplo, el del presidente Castelo Branco de Brasil, quien le entregó a la US Steel el derecho de adquirir 49 por ciento de las acciones de los yacimientos de hierro de la sierra de Los Carajas. Esta empresa, nos cuenta Galeano, se encargó también de sacar, y transportar en sus propios buques, “todo el hierro que se extraía en cantidades gigantescas del Cerro de Bolívar el Venezuela”, como nos cuenta Galeano. Otro ejemplo es el del sanguinario dictador guatemalteco, Jorge Ubico, quien le otorgó a las empresas cafetaleras y bananeras extranjeras lo que Galeano llama “el derecho a matar”, al exentar a los finqueros de responsabilidad criminal respecto a la muerte de sus trabajadores.
Estos finqueros eran, por supuesto, representantes de la United Fruit, el gigante estadunidense que les hizo merecer, a los países centroamericanos por él explotados, el nombre de Repúblicas Bananeras. “Mamá Yunai”, como se llamaba a esta empresa —y tal fue el título de la novela del costarricense Carlos Luis Fallas— ejerció durante muchos decenios una explotación inmisericorde de sus trabajadores, corrompió gobiernos, organizó matanzas y puso y depuso a dictadores. Fue también la responsable, la United Fruit —y esto no lo dice un libro escrito por un comunista: lo dice la Enciclopedia Británica—, del asesinato del líder colombiano Jorge Eliécer Gaitán durante el Bogotazo de 1948.
Hubo, sí, mandatarios que lucharon contra estos intereses. Su destino fue trágico.
A fines del sigo XIX, el presidente Balmaceda, de Chile, anunció su intención de nacionalizar los distritos salitreros del país. Los barcos británicos bloquearon las costas de Chile y Balmaceda, derrotado y derrocado, se suicidó. Ya entrado el siglo XX, en 1930, cuando el Congreso Argentino estaba a punto de votar la ley que disponía la nacionalización del petróleo, el presidente Hipólito Irigoyen fue derribado por el general José Félix Uriburu.

Los veneros del Diablo
La frase que aparece en el poema La Suave Patria, del gran poeta zacatecano Ramón López Velarde, resultó profética: el petróleo es un regalo que nos dio el Diablo.
Casi no hubo materia prima importante producida en la América Latina: el salitre, el nitrato de sodio, el azúcar, el algodón de Marañao, el cacao “que alumbró las fortunas de la oligarquía de Caracas” —Galeano— que no fuera objeto de la codicia y del pillaje primero británico y después estadunidense: Estados Unidos comenzó a ganarle terreno al decadente imperio británico y comenzó así el reinado de Union Carbide, Cynamid, Minnesota Manufacturera, Dow Chemical, Lever Brothers, Westinghouse y una veintena más, estadunidenses primero, multinacionales después, que se encargaron de imponer y sostener a todos aquellos sátrapas que las apoyaron: dictadores de opereta, sádicos, carniceros, feroces, asesinos, histriones y dementes. La lista es muy larga.
Ya para entonces, también, el petróleo se había vuelto el rey de las materias primas. Descubierto en lo que es hoy Irak hace más de 2 mil años, fue en un país vecino, Persia –hoy Irán–, donde, en 1901, Gran Bretaña consiguió del Sha Muzafarr al-Din la concesión para la explotación de la región. En unos cuantos años siguieron Kuwait, Bahrein y la conquista de Bagdad, la ciudad que fue clave para los británicos en su camino a la India y sobre todo en la ruta hacia los campos petroleros iraníes. Tras la Segunda Guerra Mundial, fue Estados Unidos, no Inglaterra, el país que aseguró en su beneficio los suministros petroleros de la región saudita, cuando, a bordo del barco Quincy, en aguas de Suez, Roosevelt celebró un tratado con Ibn Saoud, el fundador de la moderna Saudiarabia.
Una quincena de años antes, dos empresas petroleras, la Standard Oil de Nueva Jersey y la Shell, provocaron la guerra de El Chaco, el conflicto más cruento de toda la historia de América Latina, en el cual se enfrentaron los dos países más pobres del continente en ese entonces: Bolivia y Paraguay. Más de 80 mil bolivianos y 40 mil paraguayos pagaron con sus vidas. Nuevamente, no fue un comunista el que denunció el siniestro papel que jugaron estos dos gigantes: lo hizo un personaje de la política estadunidense, Huey Long, senador y después gobernador de Luisiana.

El Diablo en México
Es de suponerse que los mexicanos conocemos bien la historia de nuestro petróleo. En 1938, la nacionalización realizada por Lázaro Cárdenas afectó profundamente los intereses petroleros de varias naciones como Inglaterra, Holanda y los Estados Unidos. Entre las empresas nacionalizadas se encontraban, como lo señala la Enciclopedia de México de Rogelio Álvarez, la Huasteca Petroleum Co., la Sinclair Pierce Oil Co., la Standford y Cía., la California Standard Oil, la Consolidated Oil Co., la Atlantic Gulf Refining y la Transportation Co. A pesar de que México cumplió con el compromiso contraído para indemnizar a esas compañías, la estadunidense Standard Oil y la holandesa Royal Dutch bloquearon las exportaciones mexicanas de petróleo y abastecimientos para pozos y refinerías. Éstas y otras empresas ya se habían encargado de agotar, y llevarse consigo, la riqueza de la “Faja de Oro”, en los tiempos en que México cubría 25 por ciento de la demanda petrolera planetaria.
Pero el presidente Cárdenas no fue derrocado por los militares. No fue asesinado. No se suicidó. No acabó sus días en el exilio. A sabiendas de que a Estados Unidos le convenía tener a su alcance la riqueza petrolera mexicana para acaparar la producción e incluso apoderarse de ella si era necesario, obligó a México a declararle la guerra al Eje. México había sido neutral durante la Gran Guerra. Esta vez, esa posición era intolerable. Y fue entonces cuando se maquinó, de la manera más burda, el casus belli indispensable: el supuesto bombardeo, por parte de submarinos alemanes, de varios buquetanques petroleros: el Potrero del Llano, el Faja de Oro, Las Choapas y el Amatlán.
Con algo más pagamos: con la participación en la guerra de más de 15 mil mexicanos que vivían en Estados Unidos (Enciclopedia de México), y la muerte de cinco pilotos mexicanos del Escuadrón 201 en la guerra del Pacífico. Y también con el trabajo de decenas de miles de braceros mexicanos que exigían los agricultores del sur de Estados Unidos para levantar sus cosechas de algodón, uva, betabel, naranja, y otras frutas y verduras.
A pesar de que faltaban veinte años para que el carismático líder César Chávez creara una organización que defendiera los intereses de los inmigrantes en esas tierras, siempre humillados y explotados, los braceros mexicanos descubrieron algo en ellas que era un poco mejor que el infierno, y que les permitía llevar dólares a su país. Y éste fue el detonador de lo que se convirtió en la inmensa e incontrolable emigración de mexicanos hacia Estados Unidos.
Es, pues, la historia, y no la histeria, la que nos proporciona razones más que suficientes para desconfiar de nuestra asociación con cualquier empresa extranjera.
“La nacionalización del petróleo, simbolizada en el manejo absoluto de la industria por Petróleos Mexicanos, está herida de muerte…” “…cuando se está abriendo la puerta franca a los capitalistas y tiburones de las finanzas mexicanas, éstos [los mexicanos] les abrirán a aquellos [los extranjeros] el camino, sirviéndoles de pantalla”.
Estas palabras pertenecen a un artículo publicado en el mismo número de la revista Forma antes mencionada, fueron escritas hace más de 60 años por Narciso Bassols como una crítica a la propuesta hecha al Congreso por el presidente Ávila Camacho, en el sentido de hacer reformas a la Ley del Petróleo entonces en vigor.
Bassols agrega: “…carece por completo de justificación el Presidente de la República al decir que el cambio simplemente consiste en que ahora la colaboración privada debe realizarse dentro de formas jurídicas diversas de la concesión”.
Vemos así que el propósito de privatizar Pemex, o al menos parcialmente, nació casi al día siguiente de la nacionalización.
Hoy se habla de una conjura de los sucesivos gobiernos que hemos tenido —o más bien sufrido— los cuales, en mancuerna con la iniciativa privada, desde hace 25 a 30 años decidieron elaborar un proyecto para lenta, y progresivamente, arruinar a Pemex y, así, hacer inevitable su privatización. En lo personal, creo que la codicia y la ansiedad por el poder y la riqueza se presentan, en el ser humano, como una urgencia imperativa, y se me hace difícil imaginar que hace 30 años los políticos que entonces tenían 40 o 50 de edad hicieran planes a tan largo plazo para incrementar sus caudales.
Si esta confabulación fue verdad, y por tanto Pemex está arruinado, entonces no hay más remedio que admitir el ingreso de la inversión privada. Si, en cambio, Pemex no está arruinado, eso quiere decir que nunca existió esa confabulación o que por lo menos fracasó, y entonces no necesitamos de la inversión privada.
Pero la triste realidad es que Pemex está arruinado, y entiéndase por “arruinado” no que no tenga un centavo, sino su manifiesta incapacidad tanto para seguir desarrollándose, como para satisfacer la demanda actual y futura de hidrocarburos que requiere nuestro país. Y nadie ignora las tres causas principales de ese deterioro, al parecer irreversible e imparable si Pemex sigue como está: una, la onerosa y absurda carga fiscal que pesa sobre esa industria, misma que ha mutilado su crecimiento e impedido la reinversión de sus ganancias en la modernización de sus instalaciones y nuevas exploraciones. Dos, los exorbitantes salarios y prebendas que han gozado sus directores, ejecutivos y trabajadores en general, representados por un sindicato que constituye el ejemplo más acendrado de la más aberrante conquista de nuestro corporativismo. Si mal no recuerdo, en uno de los debates transmitidos por el Canal 11, María Amparo Casar se refirió a un fragmento de un informe de Pemex sobre “prestaciones diversas”, en el que se destinaba a éstas la cifra de 23 mil millones de pesos. Tres, la participación siempre presente —lo queramos o no, nos hayamos enterado de ella o no— de los empresarios nacionales sin escrúpulos, quienes durante muchos años —pero sin necesidad de esperar 30— han sido beneficiados por los magnánimos, espléndidos contratos y concesiones de Pemex y de los cuales (de esos empresarios, empresarios-políticos o políticos-empresarios) el caso del secretario Mouriño no es desde luego ni el primero ni el único, pero sí uno de los más cínicos. Y es aquí donde también la historia nos ha enseñado no sólo a desconfiar de las inversiones extranjeras: también de las inversiones privadas de nuestros tiburones locales.
Aun así, no hay que olvidar que durante una época se satanizó a las industrias nacionalizadas por su ineficiencia y sus consecuentes pérdidas, y que ahora se sataniza a las privatizaciones por lo mismo. Cabe preguntarse: si tanto unas como las otras fracasan en nuestro país, ¿no será en realidad que el fracaso es nuestro, de los mexicanos, y no de ellas, y que esto se debe nada más y nada menos que al triunfo arrollador de esa corrupción que corroe a México como si fuera un sida espiritual?

Lo que se entiende…
De los editoriales de diversas publicaciones, de los artículos de la revista Forma y de los debates de Canal 11 entendí muchas cosas y otras tantas, o más, no entendí.
Por ejemplo, en un largo y muy bien informado artículo publicado en el mismo número de Forma al que me he referido, y titulado “La reforma energética factible”, Francisco Rojas afirma que la desinformación posiblemente logre “ocultar la verdadera intención [¿del gobierno?], que es la desmembración de Pemex”. Rojas nos hace notar que “70 por ciento de las reservas mundiales de petróleo pertenecen a empresas estatales”, y que en 2007 la General Electric declaró que la tecnología necesaria para la exploración y explotación en aguas profundas estaba disponible en el mercado sin necesidad de acudir a alianzas estratégicas o compartir riesgos o reservas. Nos señala también que desde 1979 no se le ha autorizado a Pemex —el subrayado es mío— aumentar su capacidad de refinación, y que las refinerías que fueran construidas por capitales privados “venderían su producto a precios de mercado donde más les conviniere y no se comprometerían al abastecimiento interno en situaciones desventajosas”.
Por demás está decir que esa prohibición inexplicable impuesta a Pemex para restringir su capacidad de refinación, sí que se antoja parte de una conjura.
Pero todo depende, pienso, si con las empresas privadas (ya sea extranjeras, o las regenteadas por nuestros tiburones locales) se firman “contratos de desempeño” o “contratos de riesgo”, cuya diferencia fue una de las cosas que aprendí en los debates difundidos por Canal 11: en el primero, Pemex le pagaría a su asociado según, precisamente, el desempeño de éste: mientras más petróleo y de mejor calidad, mayor sería el pago. En el segundo, Pemex y su asociado compartirían el riesgo. O los varios riesgos, como serían no encontrar petróleo en las perforaciones, o encontrar poco, o encontrar petróleo de mala o mediana calidad. El pago tendería entonces a ser mucho menor de acuerdo con los hallazgos, o incluso nulo. El artículo 27 prohíbe expresamente los contratos de riesgo, pero no los de desempeño. ¿Por qué no, entonces, buscar contratos de desempeño con empresas nacionales?... después de todo, el propio Lázaro Cárdenas promovió la participación privada en la industria petrolera (Forma, Rogelio López Velarde Estrada) y en su libro Un proyecto de nación, editado en 2004 por Grijalbo, Andrés Manuel López Obrador expresó: “tampoco deberíamos descartar que inversionistas nacionales, mediante mecanismos de asociación entre el sector público y el privado participen en la expansión y modernización del sector energético o actividades relacionadas, siempre y cuando lo permitan las normas constitucionales”. Por otra parte, en uno de los debates del 11, se habló de refinerías de construcción privada, nacional o extranjera que serían “alquiladas” por Pemex, para que, por así decirlo, le “maquilaran” el crudo, y de esta manera el Estado conservaría el beneficio de la llamada renta petrolera.
Creo que esto queda claro, y también que la definición de “aguas profundas” comienza más allá de los 500 metros. Que las plataformas para explorar y explotar petróleo a profundidades de mil o 3 mil metros, son necesariamente plataformas flotantes cuyos desplazamientos, mínimos, están controlados por satélites. Que hoy México produce de 3.3 a 3.4 millones de barriles diarios que en 10 años se reducirían a 1.5, y en 20 años la producción sería deficitaria. Que la autonomía de Pemex no significaría que esta empresa pudiera hacer lo que le diera en gana porque el Estado seguiría siendo el rector de la empresa. Que estamos quemando gas desde hace 75 años. Que importamos 40 por ciento de la gasolina que se consume en México, incluso de Italia y Holanda, países que no tienen petróleo pero que sí tienen refinerías. Que no sería posible quitarle, 10, 20, 100, mil, 10 mil millones de pesos a los egresos del gobierno que hoy se destinan, por ejemplo, a salud o a educación, para dárselos a Pemex. Todo esto y muchas otras cosas quedaron muy claras, al menos para mí, en lo que leí, vi y escuché. Y también lo que dijo, en una de sus intervenciones, la licenciada Miriam Brunstein: que no conoce “ninguna otra empresa petrolera en el mundo que sufra el cinturón de castidad que se le ha impuesto a Pemex”.

…Y lo que no se entiende
Se atribuye a Carlos Monsiváis la frase: “Yo no sé si ya no entiendo lo que pasa, o ya pasó lo que estaba yo entendiendo”. Y es que lo claro se enturbia cuando uno comienza ya a no entender. O a ya no poder opinar. Hablan los expertos: nos recuerdan que Pemex tiene libertad para asociarse con una empresa extranjera fuera de México, pero no en México (Forma, Rogelio López Velarde Estrada): la referencia es la asociación de Pemex, en Texas, con la Shell, de la que obtiene una ganancia de mil millones de dólares anuales. Que es imperativo ir a aguas profundas (Carlos Morales Gil). Que no, que no es necesario ir a aguas profundas (Francisco Garaicochea). Que lo que se tiene que hacer rebasa la capacidad de Pemex. Que no, que nosotros mismos nos bastamos. Que la autosuficiencia de Pemex no es viable. Que sí. Que el marco jurídico de Pemex es obsoleto. Que no. Que el petróleo no se privatiza. Que no, por supuesto, que el petróleo no, pero que sí se privatiza el mercado petrolero. Que la iniciativa de Calderón viola el artículo 27. Que no. Que está en nuestra capacidad hacer perforaciones necesarias en aguas profundas. Que sí, pero que necesitaríamos 50 años para hacerlas. Que López Obrador y Cuauhtémoc Cárdenas no están de acuerdo. Que sí, que siempre sí.

En un hoyo sin petróleo
Y a uno —al menos a mí— le queda la amarga sensación de que entre Pemex, sus trabajadores y su sindicato, nuestros sucesivos gobiernos y nuestros tiburones nacionales, ya cavaron, juntos, la tumba de Pemex, y que hoy, y una vez más, para que nos saquen de ese hoyo, que no por profundo tiene una gota de petróleo, tendremos que acudir a la ayuda de los que siempre nos han explotado, porque siempre nos hemos dejado explotar.
Se propone un debate nacional. Aparte de los expertos en tecnología petrolera, los ingenieros, los economistas, politólogos y demás especialistas que pueden opinar —y que tan distinto suelen opinar—, ¿cuántos otros ciudadanos, entre las decenas de millones que somos, tenemos una idea suficientemente clara de lo que pasó, está pasando y podría pasar como para hacer una contribución coherente a ese debate?
La exigencia de un debate nacional es legítima, pero nada o poco tendrá de nacional si no es escenificado y difundido en los dos medios más poderosos y de mayor alcance de nuestro país, Televisa y Televisión Azteca. Mucho me temo que la pluralidad de voces sólo contribuya a una confusión aun mayor. Pero esta aspiración, reitero, es legítima. El gobierno debe intervenir en forma directa para que esto se logre, y a las dos televisoras se les presenta una muy valiosa oportunidad de demostrar su voluntad de cooperar en la discusión de uno de los problemas más graves a los que hoy se enfrenta nuestro país.
El bloqueo de las instalaciones del Senado por las adelitas, una protesta cívica pacifista –y sabia: un conjunto constituido únicamente por mujeres inhibirá cualquier tentación de una represión violenta— fue, en un principio, justificable: una vez presentada al Senado la propuesta del presidente Felipe Calderón, se temió que ésta fuera aprobada al vapor, y se eliminara así la posibilidad que la voz de la oposición fuera debidamente escuchada y tomada en cuenta. Sin embargo, tal vez ese temor era infundado. En el tercer programa de Canal 11, y según creí entender, cuando el moderador Ezra Shabot insinuó la posibilidad de que el Congreso prolongara con una sesión extraordinaria la sesión ordinaria actual (que se termina este mes de abril y que se reanudará hasta septiembre) con objeto de tratar a fondo la iniciativa de reforma de la industria del petróleo presentada por la Presidencia, el señor Graco Ramírez, senador por el PRD, respondió que en septiembre se podrá discutir con más calma y que no se debe actuar con prisa. Los otros dos señores legisladores, Fernando Elizondo Barragán, del PAN, y José Ascensión Orihuela, del PRI, guardaron silencio.
Esto pareció ser una clara indicación de que los señores legisladores estaban dispuestos a tomarse sus cuatro meses de vacaciones dejando colgado de la brocha el debate más trascendental que se ha suscitado en nuestro país por muchas décadas, cuando uno esperaría que estos señores que nos representan asumieran con plena responsabilidad –y con calma, desde luego, pero no tanta– el papel que les corresponde en el debate. Y, como tampoco el Senado dio señales de tener el propósito de prolongar la sesión ordinaria, no tendría ningún sentido, a partir del primero de mayo, que las mujeres del Frente Amplio Progresista continuaran el sitio de una instalación vacía.
Sin embargo, la toma de la tribuna de San Lázaro por los diputados del Frente Amplio Progresista se llevó a cabo, según se dijo, con la intención de desocuparla cuando se acordara realizar la consulta pública. No obstante, la invasión de las tribunas de ambas cámaras no se justifica tan fácilmente. Todos aquellos que votamos por un senador o un diputado perredista, lo hicimos para contar con un legislador que representara aquellos de nuestros intereses que parecían coincidir con los suyos, y no para que boicoteara las actividades del propio Congreso al que pertenece, en el cual, y no en ninguna otra parte, debe defender esos intereses. Sin embargo, si este patético despliegue no se justifica, sí se explica: sabemos que en este Congreso, como en todos los que ha tenido nuestro país —¿acaso ha habido una excepción?— nuestros legisladores nunca han actuado de acuerdo con su conciencia, sino de acuerdo con las consignas de su partido, y los perredistas, ante la coalición PRI-PAN, se saben derrotados de antemano.
Y es por eso que, de todas maneras, el debate nacional es necesario. Por lo pronto, si se inicia lo más pronto posible —con la cooperación imprescindible de Televisa y Televisión Azteca—, puede extenderse por varios meses, mientras nuestros legisladores disfrutan sus vacaciones o se dedican al manejo de sus negocios particulares. Pero, si se deciden a instaurar sesiones extraordinarias tan largas como sean necesarias, dejarán de tener sentido, y propósito, el bloqueo civil y las tomas de las tribunas. Habrá que dejar a los legisladores en paz y en libertad para que legislen donde deben legislar. Si de cualquier manera en una sesión extraordinaria se toma una decisión al vapor, que sepan de una vez los señores legisladores que el pueblo mexicano no lo va a tolerar. Se planteó la posibilidad de dedicar cincuenta días al debate. Esto y la apertura de sedes alternas es un buen comienzo.
Por otra parte, el debate no puede, o no debe, basarse en una posición maniquea donde todo es blanco o todo es negro. En mi opinión, cada uno de los puntos principales presentados por Felipe Calderón exige una consideración cuidadosa y, en la medida que sea posible, desapasionada. Sin gritos ni sombrerazos. Pero también sin bloqueos de calles o aeropuertos que no sólo servirán para exacerbar a los ciudadanos que estamos hartos ya de manifestaciones: también para multiplicar las divisiones no entre los perredistas que son miembros activos del PRD, quienes ya se encargaron ellos mismos de hacer pedazos su partido, sino las divisiones y defecciones que desde hace tiempo comenzaron a darse entre los ciudadanos comunes y corrientes, apartidistas, que en 2006 no votamos por el PRD como partido sino por sus candidatos, como individuos en quienes depositamos nuestra confianza.
Por otra parte, es absurda, en mi opinión, la pretensión de que este debate desemboque en un referéndum. Un referéndum sólo se hace para responder Sí o No a una sola propuesta sencilla y concreta. ¿Y cuál es la única posible? Sí, o No, a la privatización del petróleo. Conocemos desde ya la respuesta: No.
Pero este No no nos serviría para la perforación, en un futuro cercano que se nos echa encima, de más de 18 mil pozos, tal como lo asegura Georgina Kessel —y quiero creer que es verdad—, para garantizar que Pemex vuelva a ser la gran industria que fue en el pasado. O la industria grande, porque la grandeza que nos interesa no es la que cubra de gloria a la patria, sino la que solucione nuestro futuro. Si para esto no nos queda más remedio que acudir a la participación de la inversión privada —nacional y/o extranjera, ya Bassols nos recordó que es el mismo gato pero travestido— hay que apechugar y hacerlo, siempre y cuando, en verdad de verdad, el Estado mexicano continúe siendo rector de nuestra industria petrolera. Ésta es mi opinión, personalísima, y la asumo con la conciencia limpia. Si alguien o álguienes piensan que no, que me queda sucia, es problema de ellos, no mío. Más vale, pienso yo, compartir nuestra riqueza con los ladrones que nuestra miseria con nadie.
El petróleo y la soberanía
La noción que tenía yo de lo que es un “área estratégica” se enriqueció con el artículo al respecto publicado aquí, en La Jornada, el pasado lunes 14 de abril, por Bernardo Bátiz, quien nos dice: “el petróleo está dentro de las áreas estratégicas, las cuales, según reza el artículo 25 constitucional, estarán a cargo del sector público, esto es, del Estado y específicamente del gobierno federal, pero además lo estarán de manera exclusiva, esto es, sin posibilidad alguna de que otro sector, el social o el privado, pueda intervenir. Si Pemex comparte de cualquier manera, directa y abiertamente o con argucias, se vulnera un área estratégica de nuestro sistema económico y se pone en riesgo hoy y para el futuro la soberanía de nuestra patria”.
Entendido. Pero si hoy importamos el 40 por ciento de la gasolina que consumimos, y seguimos como estamos, y dentro de diez, quince años, vamos a importar el 60 o el 80 por ciento… ¿De qué clase de “soberanía” va a gozar el Estado mexicano? ¿Se podrá seguir llamando “soberanía” a la dependencia de otros países en algo tan vital para nuestra economía como es la gasolina? ¿Y cuando nuestra producción de crudo se vuelva deficitaria, vamos también a importar petróleo sin tener las refinerías y la industria petroquímica necesarias? ¿O vamos entonces a dejar de exportar petróleo y reducir los egresos del gobierno?
Durante la presidencia de Jimmy Carter se dijo que Estados Unidos había elaborado un plan secreto “de contingencia” que le permitiría ocupar militarmente los pozos petroleros mexicanos en un lapso de dos días. Si esto es verdad o no, poco importa. Lo que importa es que se trata de una operación factible y, en determinadas circunstancias, probable. Aun así, y por muy lejana y disparatada que parezca esta eventualidad, me pregunto: ¿no sería deseable la inversión en nuestra industria petrolera —controlada por el Estado rector, por supuesto— de otras naciones como Venezuela y de uno o dos países de la Comunidad Europea que no tengan petróleo, para que, dado el caso, Estados Unidos lo piense dos veces?