domingo, abril 27, 2008

Sobre Ojos...



Leí el siguiente "itinerario" el miércoles pasado en el foyer del Teatro Nazas. Gracias a More Barret, directora del Nazas, y a Bertha Flores, directora de Difusión Cultural de la UAdeC Torreón, por organizar tan bien la presentación de mi libro. Más de 200 personas de público no las tengo a diario, de ahí que yo siga sin salir del asombro. Gracias también a Daniel Lomas y a Gerardo Segura por sus textos de presentación. La foto que encabeza este post es la que aparece en la solapa del libro. Ojos en la sombra está a la venta en la Librería del Fondo de Cultura Económica, al lado del Teatro Isauro Martínez, y en la Librería Universitaria de la UAdeC, Comonfort y bulevar Revolución, todo en Torreón.

Itinerario de Ojos en la sombra

Jaime Muñoz Vargas

Los cuentos apiñados en Ojos en la sombra son producto de la fiebre cuentística que me acosó en el primer lustro del nuevo milenio. Antes de pasar a explicaciones debo recordar que mis primeros engendros de palabras fueron cuentos. Comencé a trabajar con este género, si la memoria no me da la espalda, en 1984, hace casi 25 años. Los primeros que escribí se quedaron atorados por allí, en el pasado de mi prehistoria literaria. Si bien me enseñaron algunas destrezas, los tengo ya completamente marginados, jamás los releo, y hago hasta lo que no para evitar que la gente los conozca. Hace poco un ex alumno me cayó, muy sonriente él, como si localizarlo hubiera sido un logro, con el primero de mis libros, con aquellos diez cuentos que constituyeron mis primeros trastabillantes pasos en el oficio de narrar. Me pidió una dedicatoria; se la di con una condición: de que no propalara ese libro, de que por favor lo leyera y lo escondiera. Ese título fue publicado en 1989.
Pasaron muchos años, como quince, y mientras practicaba otros géneros periodísticos y literarios me hacía el desentendido con el cuento. Le saqué la vuelta. Escribía reseñas, crónicas, artículos, entrevistas, editoriales, ensayitos, ingresé a la novela y no me fue tan peor, tejí de vez en vez esa poesía muy prosística que es la única que me sale, me hice medio pendejo con una columnita y otra más, eso hasta el año 2001. Mientras yo volteaba para otro rumbo, el cuento me miraba, retador, con cara de asesino a sueldo: estaba esperándome de nuevo, listo para volverme a sacudir con sus mandarriazos. Yo le tenía mucho miedo, pues el primer intento había sido, si no un fracaso (pues no se le puede pedir mucho a un joven de 22 años), sí una especie de coscorrón: el cuento me había demostrado que era un género fascinante, hermoso, pero endiabladamente difícil de manejar, tanto que durante quince años me distraje en otros géneros y a él sólo le dediqué modestos ratos, dos o tres o cuatro o cinco intentos temerosos, nada que pudiera llamarse dedicación tenaz, oficio de cuentista.
Entre 1987 y 2001 escribí tres novelas, dos de ellas publicadas. Gozaron buena recepción, cierto, pero yo tenía una deuda secreta con el cuento. Era mi mayor reto: escribir cuentos bien armados, profesionales, maduros, trabados con mano firme, con mano de Cortázar o de Ribeyro, por citar sólo a dos figuras totémicas. Escritos, para decirlo sin rodeos, según la preceptiva saulrosalescarrilleana, la primera que sobre el cuento conocí en mis tiempos de mayor aprendizaje. Con la llegada del 2001 mi familia se agrandó: en un par de años llegaron dos de mis tres hijas. Hubo necesidad de trabajar más en chambas alimenticias, de enajenar mi tiempo aquí y allá para que el barco de la supervivencia no zozobrara. Ya no podía darme el lujo de la concentración prolongada que exige la novela, pero quería seguir narrando obsesivamente. Entre todas las ocupaciones que me abrumaban, me quedó muy poco tiempo, nomás retazos, para escribir. Ere urgente aprovecharlo, usar hasta el último mendrugo del día para avanzar de a una, de a dos, de a tres cuartillas sí era posible. Había llegado entonces la hora del cuento, el momento más importante, más desafiante, hasta ese punto, de mi vida literaria. No tuve escape: o escribía cuentos, o adiós a la literatura. Y empecé, no sé cómo, allá por el 2001. En dos años escribí como enfermo, escribí poseído por una fuerza que ya me abandonó o que al menos no he vuelto a sentir en los años recientes. Recuerdo que durante meses acuñé un cuento por semana o casi por semana, de manera que a la vuelta de cuatro años el producto de aquella fiebre tenía mucho de inexplicable para mí: siete libros de cuento, como 700 u 800 cuartillas llenas de historias, muchas de las cuales, cerca de veinte, aun permanecen inéditas y forman otros libros.
Los cuentos de Ojos en la sombra fueron compuestos junto con los de Las manos del tahúr. Entre los dos suman veinte historias. Son, en realidad, un solo libro, pero para hacerlo manejable desde el punto de vista editorial, tuve que separar a los siameses. Así, en 2005 Las manos del tahúr ganó el premio nacional de Sonora y fue publicado allá; luego, en 2007, los que restaban de esa tanda los reuní en el manojo que hoy conforma Ojos en la sombra, que ofrecí a la Universidad Autónoma de Coahuila, institución que generosamente los aceptó para una de sus colecciones. En extensión, en temáticas, en atmósferas, en casi todo este libro se parece al de Sonora. He dicho ya, cuando me lo preguntan, que de todo lo que he escrito esto es lo que menos me sonroja. Creo que los cuentos de ambos libros esconden alguna malicia, muestran a una persona que ha trabajado lealmente con este género latoso, problemático, traicionero que es el cuento. Creo que los seguiré haciendo de aquí a los sesenta años, fecha en la que deseo terminar mi carrera literaria y mi carrera vital, pero el vuelo que agarré en el lustro que va de 2001 a 2005 ya no volveré a tenerlo, pues no me siento con la fuerza de esos años para liarme a puñetazos con el cuento, género que siempre exige tener la guardia arriba y hacer bending (movimiento oscilatorio de boxeador), si uno desea evitar la derrota por nocaut.
Ojos en la sombra es un libro que aprecio, que no me apena. Lo puedo firmar sin sentir que defraudo a los lectores. Ojalá que ellos, al leerlo, sientan algo similar; si eso ocurre, habrá valido de algo el esfuerzo depositado en sus voluntariosas páginas.