viernes, marzo 14, 2008

Dos horas en el Mayflower



—Bueno, sí, ¿cómo va eso?
—Muy bien, señor, ya tenemos lista su mercancía.
—Excelente, muy bien. ¿Es el pedido especial que les hice?
—Así es, señor. Es de lo mejor que podemos ofrecerle.
—Excelente, ¿y dónde podemos tener nuestra reunión?
—Donde usted lo solicite, señor. Usted decide la hora y el lugar, señor.
—Puede ser en el Mayflower, de Washington, este trece de febrero. Creo que será suficiente con dos horas.
—Perfecto, señor, cuente con eso. Allí tendremos su mercancía. ¿Quiere que esté antes o después de que usted llegue?
—Antes, si es posible, para no esperar. ¿Cuándo hará la reservación?
—Ahora mismo, señor, de inmediato. Una suite. Puede ser la habitación 871. Nuestra mercancía ya ha ofrecido sus servicios en ese lugar.
—Perfecto, perfecto…
—No es necesario, señor, pero es recomendable que el pago sea en efectivo.
—¿Cuánto?
—Sólo cinco mil dólares.
—¿Dos horas?
—Dos horas, señor.
—Perfecto, llevaré el efectivo.
—Se lo agradeceremos. Eso evita problemas, señor.
—Lo entiendo. Cuenten allí mismo con mi pago.
—Le aseguro que no se arrepentirá, señor.
—Lo sé, lo sé… Una inquietud…
—Dígame, señor.
—¿Se ajusta al pedido especial que les hice?
—Creemos que al cien por ciento, señor. ¿Se la describo?
—No, no es necesario… o sí, mejor, quisiera algunos detalles mínimos.
—Pelo negro, blanca y de piel perfectamente bronceada, cara hermosa. Se parece mucho a la Bullock. Eso quiere decir que se ajusta al tipo de mercancía que nos pidió.
—Bien, bien… Le solicito absoluta puntualidad. Lo de la discreción lo damos por hecho, pues es obvio que también es indispensable.
—No se preocupe, señor, no se preocupe. Todos los detalles están bajo nuestro control. ¿Llevará escolta?
—Sólo a uno, a mi custodio de mayor confianza.
—Bien. Él podría esperar en otra habitación del mismo piso.
—No lo creo necesario. Él podría esperar en el restaurante.
—Como usted ordene, señor.
—Bueno, es todo.
—Es todo, señor. El trece de febrero a la hora de siempre.
—Bien. Gracias por todo.
—Gracias a usted, señor.
La administradora del Emperor’s Club cortó la llamada de su celular y de inmediato telefoneó a su contacto. Le informó que todo estaba en orden con el cliente número nueve. Luego habló al Mayflower para confirmar la reservación de la suite. El prestigio del negocio, por suerte, iba en aumento, los servicios cada vez eran más solicitados por hombres como el señor Spitzer. Pensó en el futuro. Si la cartera de clientes aumentaba, como se podía prever gracias a la calidad de los productos ofrecidos por el Emperor’s Club, en un año más o menos podían aumentar considerablemente las ganancias. Claro, eso si los solicitantes seguían siendo como el señor Spitzer, consumidores que demandan no sólo calidad en la mercancía, sino una reserva a prueba de filtraciones. Tres, cuatro, cinco mil dólares en promedio por servicio no eran poca cosa. El negocio iba pues en ascenso, pensó la mujer; de inmediato llegó a su mente una imagen ulterior: la cara de felicidad dibujada en el rostro del gobernador de Nueva York cuando viera a Kristen entrar a la habitación 871 del Mayflower. Satisfacción garantizada y absoluta reserva. Hombres como Spitzer sabían pagar muy bien esos servicios.