domingo, enero 06, 2008

Blanco crítico



Piglia asegura que detrás de toda biblioteca se esconde una biografía. Algo así, no tengo Crítica y ficción a la mano (me lo consiguió Vicente Alfonso en la capirucha, dedicado por el autor de Plata quemada) y supongo que estoy adulterando la brillante afirmación. Pero el espíritu es ése: nuestras lecturas informan quiénes somos, de dónde venimos y, fatalmente, hacia dónde vamos. Así, cuando echo un vistazo a mi pasado de lector mozalbete, veo un caos. El dibujo retrospectivo me lleva al desorden, a la elección arbitraria, sin programa ninguno, de lecturas. ¿Qué podía hacer el yo que fui, de quince años, sin una sola guía en el mundo de los libros? Lógico: errar como perro callejero de aquí hacia allá, olisqueando y mordiendo el libro que pareciera más apetecible, y ya sabemos que eso es tan riesgoso como jugar con las pistolas sin haber pasado ni por las resorteras.
Eso cambió hacia 1982, cuando gracias (lo he dicho hasta el cansancio, pues no es magro el favor recibido) a mis clases con Saúl Rosales. Por primera vez tenía una clase formal y un maestro ídem para no elegir libros a mansalva. En una lejana cátedra de periodismo recibí la orden de leer Función de medianoche, obra reciente, en aquel amanecer de los ochenta, escrita por José Joaquín Blanco (DF, 1951). Eran crónicas, las que Blanco había publicado en el primer unomásuno, el unomásuno de los tiempos épicos. Se trataba de textos escritos con inquietante malicia, maquinazos que no por serlo dejaban de ostentar una prosa periodística filosamente literaria, la que yo jamás hubiera imaginado hasta aquel momento de mi ya luenga pubertad literaria.
¿Y qué pasó? Sencillo: que gracias a las crónicas de Blanco (“Mercado sobre ruedas”, “Panorama bajo el puente”, “Plaza Satélite”, “Desayuno con Carlos Hank”, “Ojos que da pánico soñar”…, cito los títulos de memoria) decidí que yo también podía ser periodista, aunque nunca fuera a conseguirlo plenamente, pues soy de esos cabrones que se han quedado a medio camino en casi todo, salvo en fracasar, que eso sí lo he logrado al cien por ciento. Despachadas tales crónicas, como impulsado por la herencia de un tío remoto me lancé a las calles de Torreón para escribir “a lo Blanco”; trabé relatos sobre varios puntos de la ciudad (he perdido, por suerte, muchos ejemplares de aquellas publicaciones que de seguro ahora me sonrojarían) como el hoy occiso cine Variedades, el mercado Juárez o la lucha libre de Gómez Palacio. Todavía en este momento, lo sé por cierto cosquilleo en el alma, me dan ganas de hacer crónica a la menor provocación de la realidad, y eso se debe al gravitar de Función de medianoche.
Leo y respeto, pues, a José Joaquín Blanco desde 1982. Pasé, entre otros libros, por su novela Las púberes canéforas, por Crónica de la poesía mexicana, por Un chavo bien helado (más “crónicas de vida cotidiana”). Leí con sumo gusto su erudito ensayo sobre novela mexicana contemporánea en el ejemplar de Nexos donde Noticias del imperio ganó una encuesta en 2007. Hace algunas semanas hallé Veinte aventuras de la literatura mexicana (Conaculta, 2006) y de nuevo doy con el JJB culto, frescote, trucha como él solo para escribir. Dice bien su advertencia: son ensayos y artículos en lo genérico, todos aparecidos alguna vez en publicaciones periódicas.
Veinte aventuras… es un libro atractivo por la enormidad de referencias que contiene, sí, pero más porque su erudición llega al lector sin el armatoste academicista que en no pocas ocasiones estorba la mejor inteligencia de los textos. Uno fluye entonces por los párrafos e ingresa a Lizardi. Alamán, Payno, Nervo, Guzmán, Valle-Arizpe, Pellicer, Novo, Garibay, López Páez, Poniatowska y a varios escritores más con genuino gusto, agradado por una prosa tan bien peinada que es una alegría ponerle el ojo encima.
Blanco ha logrado en este libro, otra vez, una feliz conciliación de lo periodístico y lo literario. En todo momento se siente que conversa con el lector, que no se cree el cuento de que los estudios literarios (eso también se lo he notado a don Antonio Alatorre) deben ser escritos con sequedad de yeso, y en más de un momento recurre a expresiones que agradan al oído popular (como cuando se refiere al gusto de Novo por las artes, sin albur, culinarias: “¿La estufa de gas, los hornos y los refrigeradores tienen razones que no comprende la filosofía de los seriesotes?”).
A muchos les podrá parecer poco que alguien confiese admiración por la obra de un coetáneo. Ni modo. Le tengo ley a José Joaquín Blanco y, como ya forman parte de mi modesta biografía, recomiendo sus libros.