lunes, noviembre 19, 2007

La mano blandita



Hace un par de días me topé con un amigo dedicado al arte. Lo veo poco, una o dos veces al año, y siempre de casualidad. Lo primero que se me ocurrió comentarle me salió de las tripas: “Qué triste papel estamos haciendo los creadores laguneros. En vez de ser críticos, en vez de sumarnos a las causas del señalamiento y la denuncia a nuestras ruines estructuras de poder, por la necesidad de la papa nos dedicamos a solapar, a mirar con ojos indulgentes la imposición de ideas retrógradas, a tratar con mano blandita a quienes tienen los recursos y se encargan de distribuirlos”. Mi amigo, que es de esos artistas con buena sangre, de los que se toman todo a guasa y no se la creen tanto, sonrió y sin decir mucho afirmó con la cabeza, como convencido por mi improvisado discursillo. ¿Y por qué esa vena tan pesimista?, reviró. Nada, sólo que cuando me veo en el espejo miro a un hombre lleno de necesidades, dependiente de las relaciones, cada vez más anulado de su flanco crítico por culpa de la cochina supervivencia. Y así miro a todos o a casi todos mis colegas, agregué, principalmente a quienes respeto y admiro por su combatividad. No me preocupan los creadores que desde siempre han estado identificados con lo más blandengue de nuestra aristocracia lechera y abarrotera, esos que cagotean con ferocidad al “comunismo” pero son incapaces de propinar un pellizquito a nuestro alcalde, esos artistas de confeti y zarzuela que pintan o hacen música o literatura o periodismo autocomplacientes, descafeínados, sin víscera social ninguna. Me preocupan los que, se supone, venimos de la escuela sesentera, los que tenemos (o teníamos) una línea hipotéticamente dura. Ahora, para comer, para mantener a nuestras familias y para que no nos aísle la mugrosa realidad debemos cederlo todo, hasta nuestra capacidad de señalar.
Quien me escuchaba no daba ya, a tales alturas, muchas trazas de entender el rapto de nostalgia; tuve ímpetus, por eso, para darle un ejemplo reciente. Mira, le dije, hace poco fui a la presentación de un libro ñoño, una de esas obras que no le añaden nada a nada pero que sirven para que alguien se erija “pensador” nomás porque tuvo el presupuesto para pagarse una publicación. Eso no es lo terrible, pues cualquiera tiene derecho a difundir sus flatulencias si lo que le sobra es el dinero; lo doloroso fue ver de presentador a un amigo con fama de implacable, de duro, de rojo, desparramando elogios rosas sin ton ni son. Y ahí no paró el espectáculo, ya de por sí bochornoso: sin ninguna necesidad, sólo para llenar el tiempo disponible y devolver un favor al compadre que fritangueó el libro, se le ocurrió citar lánguidas palabrejas escritas por un cura particularmente réprobo; lo convirtió de golpe en autoridad, en humanista, en una especie de San Agustín redivivo. Quien hizo eso también es amigo mío, y sentí un poco de rabia porque siempre que converso con él sacamos como conclusión que el artista debe tener una posición política clara, definida y en ciertos casos intransigente. Y bueno, lo que oí esa noche de mi cuate parecía que lo estaba deyectando un samaritano enternecido por los efluvios prosísticos del escritor exprés con alma de boy scout; de esa manera pagó algún favor, pues de otra forma no me explico por qué le echó tanta azúcar a quien no merece ni la inversión de menosprecio.
Así de lamentable está el entorno para los creadores locales; atados a la necesidad, estamos obligados a ser moderados, a nunca decir nada sobre nuestra aristocracia onagra, a inhibir las befas que acá entre nos gastamos contra todo lo que escriben y pintan y promueven nuestros Médicis guaripudos. ¿Podemos citar nombres? Imposible, porque en vez de debate, en vez de ideas, lo que sobreviene es cerradero de puertas y proliferación de obstáculos y malas caras. Mi amigo, el bolchevique que ahora cita a curas abyectos para respaldar sus piropos, me insta siempre a ser feroz en mis críticas, a no dejar títeres con chompeta. Quiere que me despidan de todo y que me muera de hambre. Alguna vez le dije que denunciar lo que sea en París o en el DF es fácil, pues son metrópolis y es casi imposible que allá uno vea o tenga mayor relación con sus criticados. ¿Pero en La Laguna?, le pregunté. Este texto es una prueba de la “prudencia” que debo tener al escribir. Lo he terminado sin mencionar un solo nombre. La razón es simple: quiero seguir vivo. Vale más mano blandita que ostracismo.