domingo, noviembre 25, 2007

Callejero gourmet



Los tres o cuatro amigos cercanos que me quedan saben que al terminar el 2006 les regalé un microlibro de fin de año. Esa extraña moción, la de hacer y regalar un libro personal en diciembre, se la plagié a otro amigo, al argentino David Lagmanovich. En mi caso no fue nada importante, sólo un puñadito de páginas pobladas con diez cuentos futboleros ubicados en cierto lugar mítico llamado “Gómez”, una especie de Comala o de Gómez Palacio, que son casi lo mismo. Para 2007 quise/quiero hacer algo parecido, regalar a los cercanos un racimo de textos, y tenía al menos cuatro opciones. Tres de ellas eran sencillas: se trataba de reunir artículos ya escritos y con tema afín, para darle unidad al trabajo. La cuarta me obligaba a escribir, a sentarme exprofeso para urdir, al menos, veinte textos breves y un prólogo; lo malo de esta opción fue la falta de tiempo, pues el año se largó volando y no me dio chance de nada. Pero el viernes 23 brotaron de golpe unas cuartillas: estaba yo de güevonazo (nada extraño en mí) y saltó la presentación del librito cuyo título tentativo es Callejero gourmet; luego, en ristra, tres estampas que, se supone, anticipan la escritura casi automática de sus congéneres. Ofrezco aquí el pórtico, a ver qué tanto llama la atención de los numerosos laguneros tragones y langucientos, entre los que me cuento irremediablemente.
“Antes de que sea demasiado tarde, antes de que un médico asesino vea mi nivel de triglicéridos y me prohíba cualquier contacto con ella, antes de que sólo sea un vago recuerdo en mi paladar, quiero escribir algo sobre la comida lagunera que más adoro. El verbo adorar siempre tiene una connotación bolerística y por tanto ingrata para los intelectuales serios, pero qué le puedo hacer. En realidad no hallo palabra más adecuada para ponderar mi relación con la comida nuestra, la mía, la de los habitantes de la comarca lagunera, aficionados como el que más a la ingesta populachera, al taco al lonche a la gordita preparados por manos adiestradas en la gastronómica escuela de la vida. Adoro, adoramos esa comida.
Las viñetas que componen este libro surgen de mi gusto, más que de mi raciocinio. Sin embargo, hay un argumento no tan animal para explicar el origen de los textos que aquí vienen: en 2007 entrevisté a veinte escritores, periodistas y filósofos laguneros radicados fuera de La Laguna. El producto de la encuesta que le apliqué a cada uno es un libro titulado Aviones de papel: veinte escritores laguneros en el exilio. Es un trabajo con preguntas sencillas, uniformes, sin más propósito que el de saber qué piensan esos laguneros sobre la tierra que los vio llegar al mundo y/o en la que crecieron y, acaso, en la que comenzaron a escribir. Una de las preguntas debía tratar el punto de la comida, y muy interesante fue para mí advertir que todos o casi todos recuerdan/extrañan los platillos que más me gustan y de los que, por terco sedentarismo, nunca me he desprendido fuera de ciertos breves periodos vacacionales o laborales.
Me pregunté, por ello, esto: ¿qué opino sobre esos platillos formidables y exquisitos y económicos y callejeros? ¿Debo escribir algo ahora que todavía los tengo al alcance del colmillo? Sin aspavientos, sin chovinismo, con agradecimiento a tanto placer, la respuesta a esas dos preguntas viene a continuación. No se trata, obvio, de un trabajo periodístico. No es tampoco un rastreo antropológico y casi quiero evitar el tono poetizante de los elogios destemplados, la fragancia a falsedad de la literatura exquisitista. Sólo es, reitero, un engarce de instantáneas sobre la comida que más disfruto, la única que verdaderamente satisface mi paladar y arrastra en cada bocado toda la cosmovisión que me cupo en buena o mala suerte, todo el pasado que se viene encima del presente apenas se deja oler alguna delicia culinaria preparada por manos populares. De paso, las páginas que vienen quieren mirar con sorna una moda blofera recién adoptada en mi región, el (‘buen’) gusto supuestamente sabio por ciertos platillos internacionales y, sobre todo, la repentina ola de enólogos exprés que beben, con mueca de conocedores, merlots cosecha de ayer, vinos que en muchos casos serían agua puerca para cualquier vagabundo de Burdeos y que aquí son ingeridos para satisfacer más el estatus (‘mira qué refinadísima persona es’) que el paladar.
Vengan, pues, las veinte estampas. Así sean de papel en este libro, en La Laguna a nadie se le niega un lonche mixto, a nadie se le escamotea una gorda de chicharrón prensado ni se le regatean unos tremendos tacos dorados con cueritos bien acá. Bon appetit”.