domingo, octubre 14, 2007

Treinta años después



La anécdota es cortazariana: hace treinta años, en 1977, un adolescente gomezpalatino llamado igual que yo estudiaba el segundo año de secundaria en la federal Ricardo Flores Magón de Ciudad Lerdo, Durango. No era tan mal alumno, pero su disciplina era pobre y sus notas siempre oscilaban en los parámetros de la mediocridad. Pese a ello, la vida lo asombraba y descubría casi a ciegas lo que el mundo de esta pobre provincia, La Laguna, le ofrecía. Era vago, le gustaba subir a los camiones y recorrer con su “abono” las tres ciudades como quien hace tours por Europa. A esa edad no conocía el mar, no conocía el DF y no conocía un solo lujo material.
Un día cualquiera de esos días, alguien le regaló un caset con música “de protesta”. El caset no tenía carátula, así que era imposible saber quiénes eran los cantantes que desfilaban con sus temas en aquella grabación. Las canciones eran, como diríamos ahora, “panfletarias”; hablaban de masacres contra estudiantes, de pozos petroleros saqueados, de pueblos enteros pisoteados por las botas de tiranos, de niños lombricientos y obreros aniquilados por militares. Sin mayor orientación, esa música y ciertos libros también reunidos por casualidad llevaron al adolescente a tomar partido, a elegir entre las dos opciones que de manera esquemática se dibujaban en su mente: la izquierda y la derecha. Eligió la primera, siguió leyendo, reforzó sin más guía que su instinto su ingenua pero sincera posición “ideológica”.
La música lo acompañó en ese viaje. Pronto, además del vetusto caset de canciones también conocidas como “contestatarias”, llegaron más: Víctor Jara, Alfredo Zitarrosa, los hermanos Mejía Godoy de Nicaragua, Atahualpa Yupanqui. También por casualidad, de México encontró atractivas las canciones de Óscar Chávez, y gracias a ese repertorio el adolescente del que hablo se interesó poco por la música en inglés (la favorita de su generación) y nada por las canciones que tajantemente eran etiquetadas como “comerciales”.
En el 77, digo, el adolescente no podía contar con más dinero que el que estrictamente le daba su madre para el lonche de la escuela. Por eso, cuando supo que Óscar Chávez iba a dar un concierto en el teatro Alberto M. Alvarado de Gómez Palacio, el adolescente omitió gastar la plata de su desayuno escolar hasta que pudo reunir la suma necesaria para comprar un boleto de primera fila. Y el día llegó, y de un camión Torreón-Gómez bajó temprano frente al teatro y con sus trece años a cuestas llegó antes que nadie a la primera fila.
El adolescente cree recordar que el público adulto era abrumador, que en el llenazo del teatro quizá él era el único loco de trece años metido en la necesidad de oír. Lo que recuerda del concierto es inolvidable. Hora y media de Óscar Chávez cantando sus parodias políticas, sus rolas de rescate histórico, sus glosas de la lucha popular latinoamericana.
Eso lo emocionaba, pero pasados diez, veinte años, confiesa que se alejó de ciertos cantantes. A Óscar Chávez lo abandonó, pero nunca dejó de agradecer que gracias a sus canciones se liberó de los Bee Gees, de Kiss, de Barry Manilow, y pudo conocer un poco más de lo que nos atañe aunque suene “panfletario”.
Ayer sábado, el adolescente estuvo cortazarianamente en el mismo teatro, en la misma butaca y frente al mismo Óscar Chávez. Bueno, la butaca de seguro fue renovada y el cantante ya no es el galancete (el Estilos) de la película Los caifanes, sino un hombre setentón, cansado, con ese agobio que sólo el tiempo puede marcar en los gestos de la vida. Debo decir que, obvio, el adolescente ya no es tampoco el adolescente, sino un hombre de 43 años que ahora escuchaba a Óscar Chávez y, aunque las canciones ya no surtían el mismo efecto en su sensibilidad, no pudo no aplaudir al cantante, reconocer su trayectoria, admirarlo como quien admira al viejo que le ayudó a ver un poco más claro, en una edad decisiva, lo confuso de la política y las razones del dolor popular.