lunes, febrero 19, 2007

¿Y quién ama a la naturaleza?

El artículo dominical de Paco Valdés:

Amor natural
Francisco Valdés Perezgasga

Creo que algo tenemos los humanos alambrado en las neuronas que nos hace tener aprecio por lo natural. Cuando nos encontramos en un sitio bello sentimos que nos invade la paz y el gozo. Una paz y un gozo que tiene múltiples capas añadidas por nuestra propia personalidad, nuestra propia historia, nuestra circunstancia. Vamos al campo el fin de semana para "cargar las pilas", es decir, para restablecer aquello que el ajetreo diario de la ciudad nos ha quitado. Para ganar el equilibrio perdido. Creo que buena parte de esta respuesta automática e irreflexiva se explica por el ambiente en el que evolucionamos: el mundo natural nos hizo humanos.
Sin embargo, a medida que nos alejamos de la naturaleza, vamos perdiendo no sólo el aprecio por ella sino también los rasgos más encomiables de lo que nos hace humanos. Tome por ejemplo las comidas. Buena parte de nuestras habilidades para socializar y para establecer relaciones duraderas las aprendemos en el hogar. Las comidas fueron, hasta hace muy poco, una actividad fundamentalmente colectiva, familiar. La preparación de los alimentos, y luego su consumo, servían para intercambiar información, para dar y buscar consejo, para demostrar y recibir afecto. Hoy en día, el microondas ha hecho su irrupción para cambiar esta costumbre tan humana y humanizante. Hoy, cada miembro de una familia come a la hora que mejor le conviene anulando la posibilidad de la reunión familiar en torno a una mesa.
Casi cada rasgo artificial de nuestras modernas vidas se confabula para agredir a lo natural. Insiste en volvernos unas criaturas que nunca hemos sido. La agricultura —la raíz de las ciudades, las desigualdades y las guerras— es un invento que está con nosotros hace no más de diez mil años. En contraste, nuestra especie apareció ya, en su forma moderna de Homo sapiens, hace trescientos mil años. Los homínidos hace siete millones de años. Hoy en día, sobre todo en las ciudades, nos hemos organizado para estar lo más lejos posible de los sistemas naturales que nos nutren. Generaciones enteras están convencidos que la leche sale del refri y que los tomates se dan en el supermercado.
La agricultura y la ganadería industriales, la manera de transportarnos y nuestra organización social conjuran para inspirarnos un desdén, un desprecio y una desconfianza profunda hacia lo natural. Moverse a una velocidad humana —a pie o en bici— es de parias, de descastados, lo correcto y moderno es el cochesote. Nadie llora la desaparición de las tortillas de calidad, ni protesta por los asquerosos discos de cartón de maseca.
Este afán por interponer asfalto y plástico entre nosotros y el mundo, esta obsesión por olvidar quienes somos y de donde venimos, esta marcha hacia lo artificial y sintético es lo que nos está poniendo en apuros como especie. De ahí viene la epidemia de infartos y derrames, de cánceres y vacas locas. De ahí viene la muy próxima pandemia de mortal gripe a la que habrán de sucumbir decenas —o centenas— de millones de personas.
Por ello, cada caminata en el Nazas, cada profesión de amor hacia Jimulco, cada regocijo en una sobremesa sabrosa y en buena compañía, cada canción de un zenzontle que escuchamos con arrebatada emoción, serán también —y lo serán siempre— un acto de mínima, pero significativa, rebeldía. Diminuta rabia contra la muerte de la luz.
fvaldes@nazasvivo.com